martes, 17 de abril de 2012

Chica-lobo

El otro día entré de nuevo en este blog y me dio ternura pensar cuánto tiempo había invertido en él. Mi vida, puedo decir, que se ha vuelto a encaminar desde que lo dejé, y ahora mismo me siento tranquila, feliz y satisfecha con prácticamente todo. Por eso, y porque sigo escribiendo, cuelgo otra entrada n_n 
Esto lo escribí hace unos ocho o nueve meses, y lo terminé en diciembre de 2011. Se suponía que iba a entrar en una antología de hombres lobo para la editorial Dolmen, pero no sé exactamente qué fue lo que pasó que todo se torció. 

No sé si he vuelto definitivamente, pero aquí estoy.


Chica-lobo, de Águeda Ruiz de la Fuente

El viento azotaba lo alto de la montaña, rugiendo y aullando como el lobo más temido de toda la Península Ibérica. Hacía muchos días que el tiempo había empeorado, trayendo del norte las nubes y el frío que hacían tiritar a los habitantes de aquel lugar. No recuerdo hace cuánto tiempo ocurrió, pero mi abuelo siempre me decía que aquellos años habían sido los peores que él había vivido. Que sobrevivir a aquel invierno fue muy duro, que se diezmó la población de su pueblo. Había tanta muerte que todas las noches se aparecían fantasmas con piel congelada en los sueños de los niños.
Pero había algo más. Algo incluso más mortífero que el cruel invierno que acechaba con forma de bestia a todos los habitantes. Una bestia que aparecía las noches de luna llena, entraba en las casas y se llevaba a los niños. Todos los meses ocurrían desgracias coincidiendo con la luna llena. Siempre, el procedimiento era el mismo: había luna llena, y a la mañana siguiente se podía ver un cadáver destripado, helado bajo la tormenta, con heridas de garras y mordiscos por todo el cuerpo. Pronto se comprobó que tanto los desgarros como los mordiscos no podían corresponder a un animal de tamaño estándar. Por lo que mi abuelo pudo oír a los mayores susurrar a su alrededor, las mandíbulas de aquel animal tenían por lo menos que medir medio metro de largo. Los colmillos debían de ser como grandes témpanos de hielo y de por lo menos quince centímetros.
Nunca se supo qué clase de animal era aquel monstruo. Podía ser un oso, pero los osos no eran habituales de la zona. También podía haber sido un lobo, pero nunca se supo con certeza. En cualquier caso, tenía que ser un animal monstruosamente grande, con dientes del tamaño de cuchillos de carnicero.
A medida que pasaban los meses, y ese invierno se alargó muchísimo, el monstruo empezaba a impacientarse con las víctimas. Los ataques no sólo se cometían en el pueblo de mi abuelo, sino en un radio de unos 50 kilómetros. Nadie salía las noches de luna llena, ni siquiera acompañado. Por eso, y tras un mes sin víctimas, el monstruo comenzó a entrar en casas. Dejaba todo destrozado, grandes pilares de madera partidos, y las puertas echadas abajo. Siempre atacaba en casas solitarias.
Por aquel entonces ya todos estaban convencidos de que era un lobo. Un par de personas habían visto a un animal gigantesco corriendo entre los bosques y aseguraron que ésta era la bestia que estaba provocando el caos en el lugar. Lo describieron como un lobo de un par de metros de largo, y cada una de sus orejas dos era tan grande como la cabeza de cualquier humano, y que entre sus fauces se podía aplastar un melón sin ninguna dificultad. Su pelaje era gris, casi negro, y sus ojos amarillos.
El invierno acabó, más tarde que pronto, y dio paso a la primavera. Los campos se infestaron de flores y mariposas, y eso alivió a todos los habitantes. La gente volvió a recuperar algo de la esperanza perdida, y aunque el monstruo seguía atacando, casi parecía que lo hacía con menos ganas. Tal vez fuera porque las largas noches que traía el invierno le daban fuerza, y ahora que el sol volvía a recuperar protagonismo en el cielo, el monstruo encontraba menos cobijo en las sombras. Se empezó a vislumbrar una salida de todo aquel embrollo. Tal vez cuando llegara el verano, el monstruo se daría por vencido.
Dos meses después de que el lobo no diera más señales de vida, el párroco había empezado con sus discursos sobre el perdón de los pecados. Pero una mañana aparecieron cinco cadáveres en la plaza del ayuntamiento, amontonados y sin extremidades. Hubo que buscar los trozos que les faltaban a los cuerpos a varios cientos de metros a la redonda. Todo parecía estar marcando un recorrido de muerte, porque líneas de sangre en las paredes de las casas cruzaban el pueblo de un extremo a otro. Los rastros parecían hechos a propósito, como si alguien hubiera arrastrado los cuerpos mutilados por todo el pueblo para demostrar algo. Eso no era un acto de un animal: un animal no planea las cosas.

Y en ese momento mi abuelo siempre acababa su relato. Nos decía que el monstruo había desaparecido sin dejar rastro después de aquel incidente tan macabro, y que nunca más se supo de él.  Se creyó que aquella bestia había muerto de vieja y que por su avanzada edad cada vez había cazado menos.  Ese final nos resultaba poco creíble, pero por más que insistíamos mi abuelo seguía diciéndonos lo mismo: el lobo se había hecho viejo y ya no estaba para cazar.

 *                                                          *                                                       *

Con los años me hice mayor y dejé a un lado los cuentos de lobos. Me centré en mis estudios superiores de física y dejé de preocuparme por las bestias que parecían salir de la nada. Aunque de vez en cuando mi mente volvía a recorrer esos campos, ese pueblo, y volvía a preguntarme si sería cierto aquello que no cesaba de repetirnos mi abuelo: que hasta los lobos más feroces y asesinos se vuelven viejos.
Cuando alcancé a cumplir los cuarenta años, decidí tomarme un respiro de la gran ciudad y me fui de vacaciones al pueblo de mis historias, donde mi abuelo había vivido la juventud complicada que nos contaba. Así que me dije ¿por qué no? Me había cansado de la seriedad de un trabajo diario, y quería volver a soñar con cuentos de viejas. Y, como pensé la noche previa a mi viaje: cuentos de viejas no podían venirme nada mal. ¿Qué podía pasar?
Así que fui hasta allí. Me quedé en un hotelucho que debía de haber visto tiempos mejores, y nada más dejar las maletas salí a pasear. Con los años, y en gran parte debido al problema que habían tenido con el lobo, el pueblo se había ido quedando vacío. Seguían estando las casas de la época, aunque vacías y tapiadas. Ahora, apenas había habitantes para llenar una de las calles del sitio.
No me llevó mucho tiempo ver todo el pueblo. Había sólo dos tiendas de pequeñas, de sobra para los habitantes del lugar. También pude contar solamente dos bares en todas las calles. Como era aún bastante temprano y no podía dejar de pensar en el cuento que me había contado mi abuelo, decidí dirigirme a la biblioteca.
La biblioteca estaba en lo alto de una subida terrible. Tardé más de quince minutos en llegar, con el corazón a punto de salírseme por la boca. Era un edificio de varias plantas con pinta de antiguo y fachada de piedra, aunque cuando entré sólo vi una biblioteca minúscula. Me encontré frente a una hermosa bibliotecaria, que estaba atareada pasando los códigos de una montaña de libros que tenía a su derecha sobre el mostrador. Miré alrededor y no encontré a nadie más que a ella. Vía libre.
Me acerqué y le pregunté si me podía solucionar algunas dudas sobre el pueblo. Ella me sorprendió contándome que apenas llevaba tiempo viviendo allí y que seguramente no me pudiera responder a nada. Pero me señaló una sección de la biblioteca dedicada a la historia del pueblo.
Empecé un estudio exhaustivo de todo lo ocurrido en las fechas en las que había vivido mi abuelo en aquel lugar. Mi abuelo se había ido poco después del asesinato y descuartizamiento de varios habitantes del lugar. Así que hice un poco de memoria para recordar sobre qué año habría ocurrido todo y empecé a leer.
El día se me pasó volando. Cuando me vine a dar cuenta, la amable bibliotecaria había sido sustituida por un hombre barbudo que me llamó la atención media hora antes de que el edificio cerrara sus puertas. El aviso prácticamente había sido un ladrido malhumorado, así que le di las gracias con cierto retintín y salí rumbo al bar del día anterior. En mi cabeza bullían las historias de lobos, de hombres lobo y de tantos seres mitológicos que no llegaba memorizar.
Los hechos eran los que eran, y mi abuelo no nos había mentido: unos cuantos asesinatos –treinta y seis finalmente– a lo largo de todo un invierno y parte de una primavera. Sobre todo niños, mujeres y ancianos que el monstruo pillaba desprevenidos una vez se ocultaba el sol y salía la luna. Los asesinatos siempre coincidían con luna llena, una vez al mes, así que dispuestos a creer hipótesis fantasiosas, yo apostaba por los hombres lobo. Después de haberme pasado cerca de tres horas entre libros que muchas veces parecían más fantasía que historia real, la hipótesis del hombre lobo no me resultaba tan descabellada.
Decidí tomarme un respiro y me dirigí hacia uno de los bares que había visto anteriormente.
El bar estaba mal iluminado y olía a madera mojada. El camarero me miró con curiosidad. Me sirvió en silencio y se quedó mirándome, así que no tuve otra opción que presentarme. Reconoció mi apellido y me estrechó la mano. El hombre era bastante velludo, y vi con sorpresa que a mi alrededor todos parecían tener esa misma característica. Me sorprendió, pero decidí no preguntar.
Algo me escamaba. Desde que había entrado en aquel bar, una mosca se había instalado detrás de mi oreja y no me dejaba tranquilo. Los ojos grises del camarero, que no dejaban de mirarme, no hacían más que ponerme nervioso.
Me preguntó por mi abuelo, le contesté que había muerto hacía ya bastante tiempo, pero que había sido feliz toda su vida. Que había tenido tres hijos, uno de ellos mi padre. El camarero asintió con solemnidad y me confesó que había resultado una desgracia su marcha cuando eran niños, que ellos dos habían sido amigos íntimos.
Pedí un bocadillo de ternera, pensando en la cantidad de vacas que rodeaban la zona, y una cerveza. Me lo sirvieron en seguida, y pude comprobar lo riquísima que estaba la ternera del lugar. Mastiqué, prácticamente rumié la cena con aspecto pensativo y la mirada perdida entre la barba del camarero, que limpiaba los vasos sin mucho entusiasmo. Decidí beber a morro todo el tiempo que me quedara en el lugar.
–¿Existen los hombres lobo? –pregunté sin pensármelo dos veces. Todo el bar se giró en seco para mirarme con sorpresa. Una pregunta tan directa no podía más que habérseme escapado de la boca. El camarero se rió entre dientes y dejó a un lado el vaso que estaba frotando en ese momento. Me miró con burla.
–¿Usted que cree, forastero?
Seguí en silencio un buen rato hasta que toda la cerveza de la botella estuvo en mi estómago. Contuve un eructo y me acaricié la panza.
–¿Qué ocurrió aquí hace años? ¿Se atrapó al monstruo?
–No. La gente cree que el monstruo se volvió viejo y murió, porque nunca más se supo. Yo era un niño, y le puedo asegurar que el miedo que se respiraba en el pueblo no se puede igualar con nada. Pero bueno, eso su abuelo me imagino que ya se lo habrá contado. ¿Has venido al pueblo por eso? –preguntó. Yo asentí con lentitud.
–En parte. Mi abuelo me contaba la historia desde pequeño y he venido a ver cuánto había de real en todo eso.
–Mira, jovencito. –La palabra “jovencito” sonó con cierto retintín entre sus labios–. Te recomiendo que dejes todo ese tema aparte, porque no te va a traer nada bueno. Deja descansar tranquilos a los muertos y te irá mejor
Me sacó otra cerveza al tiempo que murmuraba un “invita la casa”. Después pedí una más, sumido en mis pensamientos. Cuando pasaron varias horas y el sueño empezó a vencerme,  pagué todo y arrastré mi alma ya borracha fuera del bar.
No tenía que haber bebido tanto. Uno no se da cuenta de lo mucho que se ha pasado bebiendo hasta que no se pone de pie y trata de llegar a algún sitio. Me costó más del doble de tiempo llegar hasta mi hotelito, donde tuve que lidiar con la cerradura, que se movía más de la cuenta, para insertar la llave.
Conseguí entrar tras varios intentos y me quedé dormido en el acto. En mi cabeza bullían las ideas de lobos, seres mitológicos y pueblos extraños en medio de la montaña. Mi último pensamiento antes de quedarme profundamente dormido fue acerca de no volver a beber más en aquellos bares de mala muerte. En vez de encéfalo tenía una magdalena pasada.

 *                                                        *                                                         *

Me desperté en una cama mucho más agradable que la de mi hotel. El sol me daba directamente en la cara, así que traté de taparme hasta arriba con la colcha.
Noté un olor raro en la colcha y abrí inmediatamente los ojos, descubriendo que estaba en una habitación chiquitita y muy bien amueblada. A través de la ventana se colaba el sol en tonos anaranjados, lo que me indicó que llevaba durmiendo todo el día. Miré en rededor y descubrí un vaso de agua que tras incorporarme y que la resaca se hiciera presente en mi cabeza, decidí bebérmelo.
A través de la ventana podía ver la plaza del pueblo. Decidí salir en busca de respuestas y me alegró comprobar que llevaba aún la ropa del día anterior.
En un saloncito que estaba a la salida del cuarto donde me había despertado encontré a la bibliotecaria viendo la televisión. Estaba viendo una película de vaqueros con cara de aburrimiento.
–¡Ya te has despertado! –dijo con alegría en cuanto se dio cuenta de mi presencia. Yo asentí en silencio, con la boca pastosa.
–Sí. ¿Dónde estoy? –pregunté. Su alegría al verme despierto no hacía más que llenarme aún más de interrogantes. Me había costado escoger el primero que hacerle de una larga lista. Me mordí el labio. ¿Acaso ella y yo habíamos…?
–En mi casa. Anoche te traje, aunque estabas tan borracho que no me extraña que  no te acuerdes.
–¿Cómo? –sus palabras eran como zumbidos en mi cerebro. Por un momento maldije que tuviera una voz tan aguda: me agotaba.
–Que anoche fui a tu hotel y te pedí que me acompañaras a mi casa. Vinimos andando, no está muy lejos. –Parecía decir la verdad. Intenté hacer memoria y vislumbré entre una neblina el paseo con ella en medio de la noche. Se levantó del sofá con una sonrisa. Tanta alegría seguida me ripiaba un poco –. ¿Por qué no te das una ducha mientras preparo algo de comer? –me preguntó. Asentí a tan buena idea mientras el estómago me rugía.
–¿Por qué me has traído? –Hice mi última pregunta antes de salir hacia el baño. Ella me guiñó un ojo.
–Primero la ducha y luego las preguntas.
Me fui a duchar y agradecí toda esa agua caliente. Debía de oler como un cerdo revolcado en un bar, por lo que me tomé mi tiempo para refrescarme. Cuando desde la cocina me llegó el olor de la comida, decidí salir, vestirme e ir hasta allí.
Encontré dos grandes platos de fabas en la mesa. Miré por la ventana y vi que debía de quedar una hora como mucho para que anocheciera.
–Llevas todo el día durmiendo –me aclaró–. Me dio tiempo de ir a hacer mi turno y todo antes de que te despertaras.
Nos sentamos a la mesa y ella empezó a devorar el plato mientras yo la miraba. No parecía tener intenciones de empezar la conversación, así que decidí comenzar yo.
–¿Por qué estoy aquí? –pregunté. Ella levantó la vista de su plato unos segundos.
–Porque aquí estarás a salvo esta noche –seria. Muy seria, la verdad, más de lo que la había visto en todo ese tiempo. Su respuesta me descolocó.
–¿A salvo de qué? –No sabía qué pensar. ¿Estaría loca y detrás de aquel aspecto de bibliotecaria–ratoncita se escondía el alma de una psicópata en potencia? No me parecía que hubiera actuado raro (aparte de haberme traído hasta su casa), y se había portado bastante bien, pero… Todo aquello no encajaba.
–A salvo, simplemente. ¿No tienes hambre? –preguntó mirando hacia el plato que yo no había tocado–. Se te va a enfriar…
–¡A la mierda la comida! –grité de los nervios. Me miró con espanto mientras me levantaba de la mesa y daba vueltas por la cocina como un león enjaulado. Quería respuestas, las quería  ya y me ponía nervioso que hiciera como si no pasara nada raro –. Quiero respuestas.
La chica me miró de arriba abajo con seriedad. Era la primera vez que la veía tan seria, y de pronto eché de menos la sonrisa con la que me había atendido en la biblioteca. Tenía la espalda rectísima, como si tuviera una vara de hierro en vez de columna vertebral, y los brazos muy pegados al cuerpo. Aquella posición la hizo parecer mucho más indefensa de lo que realmente estaba.
Tranquilo, no te pongas como un loco, me dije. Conseguí sentarme de nuevo a la mesa, frente a ella, y eso le hizo relajarse también. Volvimos a comer en silencio unos minutos y pude saborear la comida.
–Este pueblo no es lo que parece, y si te quedas en el hotel esta noche no lo vas a contar mañana –me dijo de un tirón sin levantar la vista de la mesa. Esa confesión me dejó patidifuso durante unos largos minutos en los que la miré. Parecía como si hubiera ensayado esa frase mil veces antes de decirla en voz alta.
–¿Me van a matar? –pregunté. Ella asintió.
–Y lo harán si les das la oportunidad.
Volvimos a quedarnos en silencio y aproveché para mirarla. Era una chica que debía de rondar los veinticinco, aunque tenía cara de niña aún. El pelo negro lo llevaba trenzado hasta mitad de la espalda, y el flequillo se lo apartaba de los ojos cada pocos minutos. Era muy pálida y tenía unas cuantas pecas que bailaban en torno a su nariz, una nariz respingona. Y era de ojos color avellana, pequeñitos detrás de unas gafas que eran las que remataban el look de bibliotecaria–ratoncita.
Me dio cierta vergüenza tener el aspecto que tenía en ese momento: ojos hundidos a causa de tantas horas dormidas, barba de varios días y el pelo debía parecerse más a un nido de patos salvajes que a pelo humano
–Esta noche deberías meterte en una habitación especial que tengo en casa –me dijo. ¿Una habitación especial? ¿A qué se referiría? –. Vamos, acaba de comer pronto, que es tarde.
Me tragué como pude el resto del plato, aunque hacía ya tiempo que se me había quitado el apetito, y la seguí cuando se levantó. Dejamos los platos sobre la mesa y me mostró el resto de la casa. Ella actuaba con normalidad, como si eso sólo fuera la visita de un viejo amigo, pero yo estaba tan nervioso y estresado que apenas podía dejar de tamborilear con los dedos. Me frustraba la normalidad que ella aparentaba, y en más de una ocasión deseé poder estrangularla para que me contara más cosas. Sin embargo, guardé la compostura y asistí al paseíto por la casa.
Mientras me lo mostraba todo admitió haberme mentido cuando estuve en su trabajo para que no la importunara con preguntas estúpidas, cosa que me hizo reír cuando me la confesó. Según me dijo, sus padres y ella eran naturales de allí.
Fue muy agradable todo el tiempo que estuvimos juntos mientras la seguía. Era una casa grande, de cuatro pisos, pero muchas de las habitaciones estaban llenas de polvo. No recibiría muchas visitas, pensé.
Cuando llegamos a la única habitación que estaba en la planta superior, me enseñó su despacho. Las pareces estaban hasta arriba de estanterías llenas de libros, cosa que me encantó. Había una puerta que daba a la terraza, una terraza desde la que podía verse gran parte del pueblo, y otra puerta más.
Se paró frente a la segunda puerta y se puso seria unos instantes.
–Ya hemos llegado –confesó. Miré a la puerta de madera con interés. ¿Qué maravillas se esconderían allí para que ella considerara que esa era una “habitación especial”? Una risa nerviosa se escapó de mis labios y me descubrí ansioso por saber lo que habría allí dentro –. Vas a tener que pasar aquí la noche.
Abrió la puerta y me encontré frente a una auténtica habitación del pánico. Nunca en mi vida había podido estar tan cerca de una, y había llegado incluso a pensar que se trataba de un mito de Hollywood. Pero ahí estaba yo, frente a una cámara acorazada que ya querría poseer cualquier banco.
La chica sonrió de medio lado al verme y entró con cuidado. Sus pequeños zapato taconearon sobre el suelo de acero.
–Vamos, entra –me invitó. Yo me quedé un momento más mirando la puerta de acero puro que debía de tener de un metro de grosor y entré dentro, más confuso incluso que antes.
Me encontré con una habitación de aspecto bastante normal aunque sin ventanas, con una cama bien mullida en una esquina, un retrete y un lavabo en la otra y armarios en el resto de las paredes. Éstas estaban pintadas de blanco, y justo al lado de la puerta pude ver un panel con diez cámaras de seguridad que apuntaban a diferentes partes de la casa  y de los alrededores. También había, bajo las pantallas, un teclado para controlar desde dentro el cierre y la apertura de la puerta metálica.
–¡Et voilá! –dijo. Yo no pude hacer otra cosa que aplaudir un par de veces. Era impresionante tener una habitación del pánico en casa y, además, amueblarla como si se tratara de una habitación cualquiera. No sabía qué decir.
–Muy bonito –concluí. Ella sonrió de medio lado y asintió–. ¿Por qué tienes una cámara acorazada en medio del salón? –pregunté. Ella se rió e hizo un gesto con la mano, como para quitarle importancia.
–Mis padres eran un poco especiales. Te contaré toda la historia cuando acabe la noche, ¿de acuerdo? –me dijo. Yo la miré con seriedad–. Te lo prometo. Tus respuestas serán lo primero de lo que hablemos mañana. Pero me tienes que prometer que te encerrarás y no dejarás pasar a nadie.
Me mostró cómo funcionaba todo el sistema de apertura y cierre de la puerta. También me enseñó dónde estaba la comida, a dónde apuntaban las cámaras de seguridad, y me prometió que la podría ver en todo momento, pero que tenía que irse deprisa porque se le estaba haciendo tarde.
Quedarme solo en medio de una habitación del pánico no era mi plan preferido para la noche. Le pedí que permaneciera conmigo, pero ella se limitó a negar con la cabeza y a repetirme que allí estaría seguro. Frustrado, di varias vueltas a la habitación intentando relajarme, mientras ella permanecía al lado de la puerta mirándome.
¿Qué demonios estaba pasando en aquel pueblo?
Acabó dejándome solo, asegurándome que en toda la casa había micrófonos que yo podía controlar desde el panel de mandos. Podíamos seguir hablando un rato más, ella desde fuera.
–No me abras la puerta, no se la abras a nadie hasta que no sea día –fueron sus últimas palabras antes de que se cerrara la puerta. Por las cámaras pude ver que seguía frente a la puerta cerrada de madera unos segundos más. Abrí el micrófono y los altavoces.
–¿Me oyes? –pregunté. Ella asintió despacio. Me dio la impresión de que tenía tristeza en los ojos.
–Sí. Tu voz resuena por toda la casa. Parece que me está hablando Dios… –confesó. Eso me hizo reír y solté parte de mi nerviosismo a través de una carcajada. Ella también suspiró con alivio –. Dime, Dios todopoderoso… ¿Cómo estás?
–Bien, bien, tranquila. Apenas acabas de dejarme solo –contesté. Ella asintió y levantó los pulgares en dirección a la cámara –. ¿Por qué tus padres hicieron una cámara acorazada?
–… Ya lo verás esta noche. Recuerda que allí estarás a salvo de todos lo que veas hoy aquí –me recordó. Yo asentí, pero luego me di cuenta de que no podría verme. El sol ya estaba tan bajo que se ocultaba detrás de las casas del pueblo. No tardaría en ser de noche. Lo bueno, pensé, es que la cama de la habitación parecía ser bastante confortable.
–Oye, no sé tu nombre. –Ella miró directamente a cámara y la sorpresa apareció en su rostro. A pesar de la poca calidad que tenían las cámaras de video, pude notárselo.
–¡Es cierto! Ni yo el tuyo… Me llamo Covadonga.
–Yo Fernando.
–Encantada. –Ambos sonreímos, uno a cada lado de la puerta de acero. Nos quedamos en silencio un momento, sin saber qué decir. Ahora, la misteriosa bibliotecaria–ratoncita tenía un nombre, aparte de una cámara acorazada. Estaba muerto de nervios por ver de qué se suponía que me estaba protegiendo.
Pronto lo adiviné, en cuanto el sol se ocultó del todo. Covadonga me dijo que mirara a la calle si quería ver algo que muy pocos había podido ver en todo el mundo. Por curiosidad, y también admito que con cierto morbo, miré con atención todas las pantallas.
Lo que vi me aterró como nada hasta entonces.
Todos los habitantes del pueblo habían salido de sus casas y estaban parados en mitad de las aceras. Miraban hacia arriba, hacia el cielo, y no hablaban entre ellos. Simplemente contemplaban el firmamento, expectantes, como caídos en un embrujo del que no pudieran escapar. Parecían hipnotizados.
Justo debajo vi como la puerta de la casa se abría y salía Covadonga agitada. Algo la había arrastrado hasta fuera de las cuatro paredes, hacia el aire libre, y en cuanto salió como un torbellino se quedó parada en mitad del jardín delantero con la vista también fija en el cielo. En todas las pantallas se podían ver a decenas de personas en el mismo estado, e incluso creí distinguir al camarero del bar de la noche anterior.
Más concretamente, lo que todos miraban era la luna llena que acababa de salir.
Muchos tenían los ojos cerrados como si la luz de la luna les estuviera acariciando los rostros. Por un momento, hasta yo desde dentro de la cámara acorazada pude sentir la magia que flotaba en todos los rincones.
Pero pronto esa magia aparentemente blanca y pura se transformó en algo absolutamente terrorífico. Una energía que parecía fluir desde el centro de la tierra y que era como un calambrazo hizo que todos los cuerpos se empezaran a agitar al mismo tiempo, como si estuviera sucediendo un ataque epiléptico masivo.
Todos los que estaban en mi campo de visión se retorcieron de dolor y cayeron al suelo entre espasmos. Mi cerebro me gritaba que tenía que salir de allí a ayudarles, que lo estaban pasando mal, pero mis instintos no hicieron nada para salir de allí. No hice otra cosa que mirar a una pantalla y a otra, empezando a entrever por qué quería Covadonga que me quedara en aquella habitación tapiada. Luna llena en un pueblo extraño al que no llegaban habitualmente turistas… sólo podía significar una cosa.
Chillé de miedo con toda la fuerza de mis pulmones cuando el morro empezó a alargárseles. Chorros de sangre empezaron a resbalar por su piel, en heridas que se habían abierto en plena transformación. Sus cuerpos estaban siendo mutilados mientras adoptaban una forma de animal gigantesco. Me tapé la boca enseguida, con miedo de que ellos fueran a oírme y vinieran a por mí.
Decenas de hombres lobo se estaban transformando frente mis ojos y yo no podía hacer nada más que seguir mirando. Mi cuerpo temblaba de puro terror y mi respiración se agitaba como la de un conejito al oír acercarse a los cazadores. Tenía miedo, mucho miedo, un miedo que debía de asemejarse más al de las presas que saben que van a morir que al de cualquier otra cosa. Esta allí, sólo, sin armas. Pero armas… ¿qué tipo de armas servirían contra cualquiera de aquellos monstruos? Ni siquiera toda mi fuerza podría hacer nada contra la mandíbula de cualquiera de ellos.
No podía dejar de mirar el líquido oscuro que les parecía salir de todos los poros de la piel. Me sentí mareado y me agarré a la silla, mientras contemplaba la grotesca imagen que estaba formándose fuera de la casa.
Oí el primer aullido de la noche. Era tosco y grave, aún a media transformación, pero sirvió para dejarme los pelos de punta y hacerme gemir de terror. Sentía que iba a darme un colapso, que todo aquello no podía estar sucediendo, que todo tenía que ser una gran broma o algo por el estilo.  
–Vale, vale, Fernando, tranquilo –me dije. Me alejé y comprobé que la puerta estaba herméticamente cerrada y que no había forma de abrirla desde fuera. Luego miré las pantallas para asegurarme de que no había nadie más dentro de la casa–. Vamos a pensar, vamos a pensar…
Mi voz sonaba como la de un pitufo. Tenía los huevos en la garganta, y las cuerdas vocales tenían que luchar con ellos por el espacio para moverse. Carraspeé mientras me acercaba a los grandes armarios que había visto al entrar.
Los abrí absolutamente todos, y no encontré nada más que comida –por otra parte, lógico y de agradecer en una habitación del pánico–, una cuna, algunos juguetes de niño pequeño y un cuchillo que parecía hecho de plata. La hoja no debía de medir más de quince centímetros, pero dado que era la única arma en toda la habitación, la agradecí. Los cuentos siempre decían que lo único que podía herir a un hombre lobo era una bala de plata. Pues bien, no tenía una pistola con balas de plata, pero estaba casi seguro de que aquel cuchillo sí que era de ese material. Espero que sirviera para algo en el caso de que alguno de ellos consiguiera entrar.
Volví a sentarme en la silla. Allí estaban todos, ya casi completamente convertidos. Parecía que habían dejado de sangrar y estaban recuperando fuerzas, muchos de ellos tumbado. Ya estaban recubiertos de pelo de arriba abajo, el hocico ya tenía la forma definitiva y el cuerpo se les había ensanchado a todos ellos. Ahora debían de ser unos lobos de unos dos metros desde el hocico a la cola, más parecidos en tamaño a osos que a lobos. Les habían crecido orejas a todos ellos y las articulaciones habían adoptado la mejor posición para correr a cuatro patas. Un escalofrío me recorrió entero y me di cuenta de que no había soltado el aire desde que había vuelto a mirar a la calle. Respiré con lentitud intentando calmar a mi corazón.
Al tener distintas cámaras apuntando a diferentes ángulos del exterior, mi visión se hizo más completa. Si mi instinto no me fallaba, debían de estar todos los habitantes del sitio convirtiéndose en ese momento. Probablemente yo fuera el único humano que no estaba siendo afectado por la luna llena.
Me fijé en el lobo que minutos antes había sido Covadonga. Parecía que iba a ser un lobo de menor tamaño que el resto. Ya casi había acabado de transformarse, y estaba tumbada de lado en medio de un charco de sangre, intentando recuperar fuerzas. Cuando la estaba mirando, lanzó un aullido al cielo que sonó lastimero. Me di cuenta de que estaba oyendo el exterior a través de los altavoces, que debían de tener micrófonos también en la calle.
Y entonces sucedió algo que hizo que se me erizara todo el pelo del cuerpo. El lobo que antes había sido Covadonga levantó la mirada y la clavó en una de las cámaras que la apuntaban. En sus ojos pude leer el odio al saberme vivo, tan cerca. Me enseñó los dientes y corrió hacia el interior de la casa.
Covadonga pronto se situó delante de la puerta de madera y rascó como pudo intentando encontrar una forma de entrar. Vi como golpeaba la puerta con rabia, gruñendo con ferocidad.
Probé a llamarla por el micrófono a ver si reaccionaba, pero si me oyó no hizo nada por demostrarlo. Siguió aporreando la puerta, intentando cazar la presa que tan cerca se había quedado. Lo único que consiguió fue destrozar la de madera y darse de bruces contra la compuesta de acero, que si no me había mentido era indestructible. Al mirar sus garras dudé del metro de acero puro que nos separaba, pero por suerte todo lo que hizo por entrar fue en vano. Cuando se cansó de luchar, dio media vuelta y se marchó escaleras abajo.
Una vez salió se unió a toda su manada, que la estaba esperando fuera. Nunca me había sentido atraído por los lobos, sin embargo, sí que sabía que vivían en manadas con un macho dominante.
Covadonga se acercó a uno de los lobos y le lamió dulcemente las orejas y desvié la vista al encontrarme frente a una escena demasiado íntima. El otro lobo, bastante más grande que ella, correspondió antes de iniciar la caminata hacia el bosque. Todos le siguieron.
Vi pasar a muchos lobos, más grandes y más pequeños. Los que parecían más jovenzuelos no dejaban de aullar a la luna llena, inundados por su fuerza, incapaces de resistirse a su luz que les seducía. En un momento dado vi pasar a un pequeño osezno con su madre, que lo protegía y le enseñaba el camino. En medio de la plaza se pararon y la madre comenzó a lamer las heridas que tenía el pequeño.  Me pareció… tierno.
Los lobos más jóvenes que no podían ir aún a cazar se quedaron también en la plaza. Los vi jugar mordiéndose y persiguiéndose entre ellos, los vi correr. Tenían un juego en especial que vi repetirse en numerosas ocasiones: un lobo de menor tamaño perseguía a otro mayor, que al cabo de pocos segundos parecía perder la paciencia y le mordía el hocico. El lobo pequeño se dejaba caer hacia un lado y se rendía hasta que le soltaran. Después, volvía a empezar.
Pero también vi cómo, pasadas varias horas, un lobo traía al pueblo un jabalí que debían de haber cazado no muy lejos. Entonces los lobos comenzaban a comerlo, por tunos, y su hocico se manchó de nuevo de color rojo. Se me revolvieron las tripas al ver la escena, pero pensé en que mientras estuvieran entretenidos cazando en el bosque no vendrían a por mí.
Se alimentaban unos a otros, se ayudaban entre ellos. La loba madre del único lobezno se había quedado con los jóvenes en el pueblo y los vigilaba mientras estos jugaban y comían.

Supuse que esa noche no iba a dormir, que habían sucedido cosas demasiado extrañas como para poder conciliar el sueño. Empecé una guardia que sólo concluyó cuando salieron las luces del nuevo día.
Poco después del amanecer, vi como Covadonga volvía a casa con el pelo enredado y sin rastro de su ropa. Cuando por fin la vi, se había puesto una camiseta vieja y unos pantalones de chándal.
Le abrí la puerta de la cámara en cuanto me lo pidió. No hablamos hasta pasados varios minutos, en los que ella no levantó la vista del suelo ni un momento. Lo primero que hizo fue pedirme perdón, pero yo le dije que seguía vivo gracias a ella. Mi agradecimiento hizo que sonriera por primera vez en aquella mañana. Eché de menos la alegría con la que me había tratado el día anterior.
Procedió a relatarme cómo había sucedido todo. Al parecer, se descubrió que los ataques habían sido por culpa de un hombre lobo, que todas las noches de luna llena salía a cazar. Me contó que el alcalde del lugar había descubierto quién era el lobo y había acordado con él y con el resto de los habitantes la conversión de todos. Ya se sabe: en mitad de la guerra civil española, un pueblo formado por lobos poseería un poder muy superior al de sus enemigos.
Después me contó su historia. Ella era hija de dos transformados, y cuando nació nadie pensó que estuviera maldita como sus padres. Por eso habían construido la habitación del pánico, para esconder a su hija las noches de luna llena y salvarla de esta manera de la maldición. Los primeros años de su vida esto había funcionado, pero cuando llegó a la adolescencia descubrieron, con horror, que la enfermedad que los hacía convertirse en lobos era hereditaria.
Si bien es cierto que se transformaba, también era cierto que se volvía un lobo de menor tamaño. Me contó que conservaba parte de sus recuerdos y podía incluso reconocer cosas que para su parte humana eran significativas. Sin embargo no podía hacer nada para controlar sus instintos más básicos.
Cuando sus padres murieron ella heredó la casa. Siempre que había vivido fuera de casa, una noche al mes tenía que volver al pueblo para esconderse y no atacar a nadie. El resto del tiempo era una chica normal con sus estudios, incluso con su novio cuando lo tuvo, pero no podía olvidarse de que estaba enferma y que si no tenía cuidado podía hacer mucho daño.
Así que, cuando aceptó por fin que era lo que había sido siempre y dejó de huir de si misma, se mudó de nuevo a su pueblo natal.
–No debemos olvidar nunca lo que somos, aunque intentemos disimularlo. Un lobo siempre tiene que volver a donde está su manada –concluyó.

*                                                         *                                                         *

El siguiente bus salía por la tarde, y Covadonga se encargó de traer mis cosas del hotel. Pude hablar con ella las horas que permanecí en su casa esperando, aunque ambos solíamos quedarnos callados en seguida. Después de lo que había visto la noche anterior no me sentía capaz de hablar con normalidad, porque mirarla hacía que se me pusieran los pelos de punta. Sin embargo, mentiría si dijera que no me entristeció despedirme de ella… al fin y al cabo, me había salvado la vida.
Sabía que no la volvería a ver y eso me daba pena. Pero por nada en el mundo volvería a pasar una noche como la que pasé. Sin embargo, sí me dio tristeza dejar de verla.
Me acompañó a la parada y se despidió de mí con un tierno beso en la mejilla. Su olor era agradable.
–No te olvides de tu chica lobo. –fueron sus últimas palabras antes de que yo tuviera que irme. Recuerdo que se me hizo un nudo en la garganta.

Al final mi abuelo tenía razón: todos nos volvemos viejos, hasta los lobos. Pero volverse viejo no es sinónimo de olvidar las cosas importantes. Aunque pasaron los años con rapidez, nunca pude olvidar todo lo que había ocurrido. El haber estado a escasos centímetros de la muerte me hizo ver la vida de una manera distinta. Me volví más positivo y también más fantasioso: si había descubierto un pueblo lleno de mitad hombres mitad lobos… ¿qué más podría depararme la vida? ¿Qué más secretos estarían ocultos en pueblitos de España?
Siempre me ha entristecido el pensar en la gente que como Covadonga no tuvo opción de elegir entre convertirse en un animal sobrenatural o ser una persona normal. Pero cada vez que lo pienso, cada vez que mi mente vuelve a esas vacaciones tan especiales, sólo doy las gracias por seguir vivo.