Shinta se encontraba encendiendo el fuego de su campamento cuando aquella mujercita entró en el claro sangrando por el estómago y cayó al suelo inconsciente.
Habían pasado tres días desde aquel momento, y el chico apenas se movía de su lado. La había recogido y metido en su tienda, lavado y curado sus heridas con agua que había recogido de un río cercano. También había vendado su estómago maltrecho sin conocer su nombre, igual que le había regalado un kimono porque el de la chica estaba ya demasiado roto, desgarrado y manchado de sangre.
Su pelo era largo y negro, recogido en una gruesa coleta que a su vez estaba enrollada sobre si misma para no molestar. Su piel era blanca y pura, casi como la nieve, y aunque debería de rondar los 20 años apenas tenía las curvas propias de una mujer de su edad. A pesar de eso, poseía una belleza diferente y pura.
Aunque la había contemplado muchísimo, no la había tocado lo más mínimo, igual que tampoco había recogido la katana que la acompañaba y que se había quedado en el claro. Esa no era la única arma que la acompañaba: dentro de su kimono Shinta había encontrado una wakizashi. Gracias a ello, el chico había podido afirmarse mentalmente que la chica a la que había sanado se trataba de una de las pocas mujeres samuráis de su tiempo, pues sólo los samuráis llevaban el wakizashi, la espada corta, dentro del kimono como última defensa o para el suicidio si llegaba el momento en el que no había otra alternativa para morir con dignidad.
Cuando lo había descubierto había sido demasiado tarde: ya la había atendido y ya había desgarrado su kimono a la altura del estómago para curar la herida. De todas formas, aquel kimono no tenía pinta de ser demasiado caro.
La herida estaba demasiado arriba para tratarse de un seppuku, sino que parecía que estaba hecha con un arma ardiendo, probablemente una katana por su profundidad, y esa no era la manera del suicidio en busca de honra de los samuráis. Al estar quemada, aquel que la había hecho se había asegurado de que nunca más pudiera cerrarse por completo.
Era una herida mortal donde las hubiera. Tarde o temprano aquella joven acabaría muriendo, y ni todos los años de estudio en la medicina de Shinta conseguirían salvarla, como mucho retrasar un poco el momento.
Y, si no moría por algún milagro y conseguía recuperarse, lo más seguro es que se sintiera tan deshonrada por haber sido salvada y sanada sin su consentimiento, que acabaría cumpliendo con el rito del seppuku, el suicidio. También era muy probable que le asesinara a él antes de suicidarse ella, por haberle faltado al respeto.
Lentamente para no irrumpir el silencio que llevaba reinando tres días en la tienda, Shinta fue en busca de más vendas para limpiarle de nuevo la herida. Cuando volvió, los ojos de la samurái se movían de un lado a otro bajo sus parpados cerrados.
El joven se arrodillo a su lado y esperó con paciencia a que la muchacha acaba de despertarse, intentando contener la sorpresa de que hubiera tardado tan poco en volver a la consciencia.
El Sol anduvo un rato por el cielo cuando ella, por fin, abrió los ojos. Tardó unos momentos en ubicarse, y cuando se dio cuenta de que estaba acostada en un lugar desconocido, su cuerpo se tensó y sus instintos se pusieron alerta.
Shinta le tendió una jarra con agua, y fue sólo entonces cuando ella se dio cuenta de que había un chico arrodillado a su lado. Movió la mano derecha hacia su vientre con claras intenciones de buscar su wakizashi, y cuando no lo encontró y se dio cuenta que no era su kimono el que llevaba puesto, miró alrededor con pavor e ira.
-Por favor, bella samurái; no os asustéis –le pidió el chico dejando a un lado la jarra y mostrando sus manos desnudas -. No tengo intenciones de perturbar vuestra alma o vuestro honor. Tan solo os he recogido y sanado vuestras heridas, tal y como hubierais hecho vos por mi –concluyó con firmeza. La samurái acarició y examinó el vendaje ligeramente. Shinta descubrió que sus manos eran demasiado ásperas y grandes para lo que solían ser las de las mujeres de pueblo.
-Vos… ¿sois el que me ha salvado? –preguntó ella con un tono de voz dulce y calmado. En aquel momento, Shinta apreció que sus ojos rasgados eran negros como el carbón.
-Un samurái no debe perecer sin motivo, y ningún alma debería iniciar el camino siendo tan joven –añadió él. La mujer miró con curiosidad a su salvador.
Era un japonés que rondaría los treinta años, y a primera vista la chica supuso que sería un campesino. Ancho de espaldas y de rasgos duros y salvajes, parecía más un guerrero analfabeto que alguien capaz de vendar una herida con tanto cuidado como había demostrado.
-¿Dónde está mi katana? –preguntó al darse cuenta de que no la llevaba consigo. Shinta señaló hacia fuera de la tienda con la cabeza y la mujer trató de incorporarse, cerrando la mandíbula con fuerza a causa del dolor.
La primera reacción de cualquier médico al ver dicho acto casi de suicidio, sería de intentar impedirlo. Alargó la mano para detenerla, pero la chica se quedó quieta, mirándole con tanta fiereza y de una manera que no admitía réplica alguna. Shinta estaba a la mitad del movimiento para pararla cuando la mirada le recordó que la chica a la que había salvado no era una persona cualquiera: era una samurái que iba en busca de su katana, aquello que le daba el honor necesario para vivir. Sería mucho mejor para un samurái morir del dolor en ese momento a que alguien le impidiera ir en busca de su arma.
La dejó ir.
La mujer se levantó y Shinta con ella. Anduvo unos cuantos pasos y estuvo a punto de caer al suelo un par de veces, pero se resistió al dolor que, supo Shinta, le estaba recorriendo todo el cuerpo y que empezaba en el estómago. Siguió caminando sin pararse.
Salió de la tienda y se dirigió hacia los árboles en donde había caído. En el suelo, un fino rastro de sangre marcaba el camino que el hombre había tenido que recorrer con ella en brazos tres días antes, pero la mujer no se amedrentó lo más mínimo.
Al fin, llegó a donde estaba su katana sobre la hierba, se arrodilló, e hizo una reverencia a su arma. Sabía, antes de hacerlo, que le iba a doler.
Grito de dolor cuando lo hizo, pero no modificó ni un centímetro su postura, pues eso sería una de las mayores ofensas que podría llegar a hacer: demostrar que el dolor escapaba a su control.
Tras unos segundos, ella dejó de gritar y se levantó posteriormente, llevando su espada en la mano con el mimo propio de una madre cargando a su recién nacido. Pasó al lado de Shinta, que se encontraba a la entrada de la tienda sin apenas mirarle, y entró en la caseta. Y Shinta, al cabo de unos segundos, con ella.
La samurái se había recostado de nuevo y se encargaba de eliminar los restos de vendaje manchado de rojo para poder examinar su herida. Cuando lo hizo, una mueca de tristeza apareció en su rostro. Miró a Shinta cuando éste entró.
-Esto no va a curarse nunca, ¿verdad? –preguntó. Shinta guardó silencio -. Sé poco de medicina y de heridas graves, e incluso con mis pocos conocimientos, sé que un arma de fuego corrompe de tal manera el cuerpo que éste es incapaz de volver a la normalidad. Sólo necesito que me lo afirméis, pues mi señor está en peligro y debo ir tras él. Si voy a recuperarme, esperaré, porque en mi estado no seré de mucha ayuda, aunque si no voy a hacerlo, debo ir de inmediato, pues hasta la última gota de mi sangre y por tanto, de mi vida, le pertenece –explicó aunque Shinta ya sabía que era eso lo que iba a pasar en cuanto se despertara-. Decidme, noble hombre…
-Decidme primero vuestro nombre, samurái, para así poder contestaros como es debido.
-Mi nombre no tiene importancia –replicó ella mirándole. Shinta aguantó la mirada sin acobardarse lo más mínimo, aunque sabía que esa mujer, incluso en su estado, era mortal. A final, bajó la vista, avergonzado.
-Siento habéroslo pedido, pues mi curiosidad como médico es insaciable. Decidme, al menos, el nombre de vuestro señor para poder cantar alabanzas al samurái que lucho hasta su último aliento por la vida de su maestro.
-El nombre de mi señor es Taira, y yo tan solo cumplo con la promesa que hice de guardar su vida hasta mi último pálpito. Y, por eso y porque mi señor está en peligro, debo irme. Contestad a mi pregunta de una vez.
Shinta suspiró y miró al techo de la pequeña tienda con tristeza.
-Vuestra herida es mortal: mientras tengáis una venda para frenar la hemorragia podréis alargar vuestra vida un poco más, pero pronto comenzaréis a cruzar la línea que la separa la muerte –sentenció. La mujer no varió su expresión en mucho tiempo, y cuando lo hizo, fue para sonreír con pesar.
-Si es así, amable hombre, traedme vuestro mejor kimono y agua para lavar mi cuerpo, pues quiero estar lo más bella posible para cuando la Muerte me alcance y así permanecer limpia y aseada el resto de la eternidad –pidió con amabilidad-. Además, mi señor debe verme como a una flor del árbol sakura cuando llegue hasta él.
-¿Vais a ir aún así en su ayuda? –preguntó Shinta. Aquella mujer escapaba de su entendimiento, pues apenas parecía afectada por la noticia de que su inminente muerte y tan solo pensaba en su señor. Nunca había conocido a ningún samurái, y tal vez por esto no comprendía su punto de vista.
-Sin duda alguna. En cuanto me asee iré en su busca, tanto para salvarle si llego a tiempo como si tengo que vengar su muerte –contestó. Con la jarra de agua que Shinta le había traído, lavo su herida y la vendó con fuerza para frenar la sangre. El hombre, mientras tanto, sacó su kimono más bello y lo dejó a su alcance para que ella pudiera cogerlo. Luego, salió a por agua para la samurái.
Cuando volvió, ella ya se encontraba de pie al lado de la tienda, atando la katana a su cintura y metiendo el wakizashi entre los pliegues del nuevo kimono que llevaba. Levantó la vista cuando le oyó venir e hizo una reverencia con la cabeza.
-La herida os debe de estar doliendo muchísimo –comentó Shinta cuando llegó a su altura y dejó el cuenco con el agua en el suelo. Ella se arrodilló para lavar sus manos, su cara y ligeramente su torso.
-Pero este dolor no es nada en comparación con el que sentiría mi alma si mi existencia dejara de ser útil –explicó. Cuando hubo acabado, utilizó el reflejo en el agua que quedaba para peinar su larga trenza de nuevo.
-Que una llama de apague con la rapidez con la que estáis obligándola a hacerlo es monstruoso. Si descansáis, y con mis cuidados, tal vez haya posibilidades de salvaros –dijo él. Cuando acabó de hablar, se dio cuenta de que casi había sonado como una súplica para que se quedara. Odiaba ver a la gente perecer cuando había alternativa. Aunque sabía que para esa herida no había otro final, quería creer que sí que lo había.
-Mi cuerpo se salvaría, pero no mi alma, ni mi honor. Entendedlo: uní mi alma con el señor Taira cuando cumplí los 15 años, y desde entonces nuestros finales van de la mano. Si el alma del señor Taira debe cruzar el río hacia la muerte, la mía debe acompañarlo –dijo mientras se levantaba. Le miró a los ojos y luego se arrodillo para hacerle una reverencia con toda la formalidad con la que el dolor le permitió. Luego, se levantó de nuevo y miró la tienda de campaña con curiosidad -. ¿Puedo preguntaros algo?
-Sólo si sois capaces después de darme vuestro nombre como samurái –contestó él. La chica suspiró y asintió.
-Que así sea. Mi pregunta es… ¿qué hacéis aquí, tan solo y acampado en medio de un bosque?
-Intento encontrar mi lugar en el mundo –explicó él. La miró con descaro -. Ahora contestadme vos a mí –exigió él. La chica le sonrió por última vez antes de comenzar a alejarse.
-Contad la historia de Aka Kage, una de las pocas samurái mujeres de todo el país, y contad también como encaró a la muerte para salvar la vida de su señor –dijo sin darse la vuelta. Siguió andando -. Esa historia merece ser recitada por todo Japón.
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Historia de hace por lo menos tres años. Adoro la filosofía samurai
A mí también me gusta mucho la idea del honor como aspecto principal de la vida, pero prefiero la filosofía Romana a la Samurái (por lo que conozco de cada una: libros y pelis).
ResponderEliminarSegún yo lo veo la diferencia está en el hecho de que el dirigente romano tiene también una obligación para con sus seguidores (puede que los mande a una muerte segura, pero no por cualquier razón), y en el hecho de que el dirigente es una persona con autoridad pero una persona al fin y al cabo, y se comporta como tal y no como una especie de dios.
Buen relato, Saludos.
Si no me equivoco, leí este relato hace unos años en tu casa, y me encantó. Y te diré que me encanta como escribes, ojalá yo llegue a ser tan buena como tú. ^^
ResponderEliminarTambién te sigo pequeña Azufre! (L)
Lo leiste, lo leiste, mujercilla.
ResponderEliminarMe alegro muchisimo de que nos hayamos encontrado por aqui